
Comencé a jugar a la pelota como cualquier niño en el club y en la escuela pero, cuando tenía diez años, decidí patearla con un poco más de seriedad. Ingresé a las divisiones inferiores de Vélez Sarsfield con un objetivo: convertirme en futbolista profesional.
Eran tiempos de alegría y empeño, años de sacrificio sin ninguna garantía de éxito. El retiro, en ese entonces, era un futuro remoto del que no tenía noción y tampoco me preocupaba tenerlo.
Progresé, me esforcé mucho, alcancé un buen rendimiento y logré ingresar a un mundo fascinante. En la burbuja todo era nuevo, se vivía a ritmo vertiginoso. No había tiempo para pensar en otra cosa, menos aún para pensar en cómo sería el futuro fuera del ambiente. El fútbol era un lugar de ensueño.
Me capacitaron para correr más rápido, saltar más alto y pegarle a la pelota más fuerte, resolvieron todos mis problemas y me abrieron puertas que difícilmente hubiera encontrado abiertas de no ser por este maravilloso juego. Como dice el refrán: pertenecer tiene sus privilegios.
El fútbol te lo da todo, pero no te prepara para saber qué hacer cuando ya no te sirva correr más rápido, saltar más alto o pegarle más fuerte. Esas cualidades físicas, indispensables para el futbolista, no sirven en el mundo común y corriente.
Cuando uno juega, hay una excusa perfecta para evadir el problema: el futbolista puede, durante su corta carrera, transmutarse por completo. Puede ser resistido y convertirse en irremplazable, puede pasar de pobre a millonario, puede ser ídolo y transformarse en villano, puede estar sano y, en un segundo, lesionarse. El futbolista, dentro de la cancha, es como el ave fénix: puede resurgir de sus cenizas en un instante.
Para continuar en este mundo de ensueño hay una exigencia: encontrar la fuente de la juventud eterna. Lo que a la corta o a la larga se transforma en una quimera.
Aunque sigas sintiéndote joven, rápido y potente, un campo de cien metros por sesenta es una vidriera que expone brutalmente el paso del tiempo. El hincha reacciona de modo diferente ante un mismo error de juego. Al comienzo de la carrera lo considera producto de la inexperiencia y diez años después lo toma como una señal de futuro vencimiento.
El fútbol es como esos fuegos abrasadores que desprenden mucho calor pero se consumen rápidamente. El jugador vive el día a día con una intensidad que sorprende, no hay tiempo para alegrías ni para lamentos. Siempre hay un desafío en puerta, un nuevo enfrentamiento para el que hay que prepararse al 100%.
Lo que consiguió ayer, quedó en el recuerdo. El nivel de exigencia es alto y genera un inconveniente: esa intensidad sólo puede ser sostenida durante un breve lapso de tiempo. Nadie pudo ni podrá perdurarse en una cancha "ad eternum".
El día 11 de junio de 2011 quedó como una fecha histórica de mi carrera: fue el último vuelo del ave fénix. A partir de aquí ya no habrá cambios, ya no habrá borrón y cuenta nueva, no habrá revancha en la semana siguiente. Lo que pude o no pude hacer, quedará en el recuerdo.
Abrazado a mi mujer y con mis hijos en brazos, ingresé por última vez como futbolista a un campo de juego. Mis padres, el resto de mi familia y mis amigos estuvieron presentes para acompañarme desde la platea. Fue una fiesta, mi fiesta. El aplauso de ellos y de la gente de Ferro es un gesto que guardaré para siempre.
Me siento afortunado al ver, al final de la carrera, retribuido mi esfuerzo.. Al fútbol no le puedo pedir más, le debo todo lo que soy y se lo voy a agradecer eternamente.
(AGRADECEMOS A ENZO SALVETTI)
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